miércoles, 8 de octubre de 2008

ECONOMÍA DEL AMOR (I)

“Dijiste que nunca me dejarías”. Este fue el principal alegato aludido por su primer novio cuando anunció que iba a abandonarle. Y era cierto. Tanto que no pudo más que agachar la cabeza y asumir que iba a traicionar su juramento. Porque era tan verdadero como poco válido para tratar de evitar la ruptura. Con la barbilla pegada al cuello trató de recordar en qué momento había pronunciado aquellas funestas palabras y, más aún, intentó averiguar por qué de todas las conversaciones mantenidas durante aquellos cinco largos años, él recordaba tan vívidamente aquella promesa.

Tiempo después entendió que las afirmaciones ligadas a sentimientos sufren un efecto inflacionista, como el dinero. Tienen un valor real en el momento en que se pronuncian que después va aumentando, pero que es sólo nominal. Aquella dichosa frase empezó a expirar para el emisor un segundo después de su anuncio, al tiempo que comenzaba a crecer su precio en el receptor. Pudo renovarse, seguro que en momentos posteriores fue resuelta de nuevo; y todas las veces comenzó a morir y a agigantarse, respectivamente, en el mismo instante. “Esas palabras no son como el oro –le gustaría haber dicho--. No tienen valor intrínseco en si mismo. Dependen del mercado emocional. Y tú has disparado el consumo de tu corazón y has incrementado indefinidamente el salario mínimo a tus emociones. El IPC de tu pasión se ha disparado”.

Por supuesto, una barbaridad tal no fue nunca descrita en su presencia. También calló otras que le hubiera interesado argumentar, como que seis meses antes ya le había anunciado, como si lo hubiera comunicado a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), que reducía en 20 puntos su inversión en aquel amor. “Te quiero al 80 por ciento”, había subrayado ella. Y él, obviamente, había acogido aquel mensaje con estupor y enfado y la había tachado de fría, calculadora y estúpida. Posiblemente, tenía toda la razón. Sin embargo, nunca se comportaron como si esa desinversión se hubiera producido efectivamente. Él jamás se preocupó en confirmar si al final el capital de la relación se había recuperado y ella actuó como si los depósitos de pareja siguieran dando el mismo rendimiento.

No quisieron atender los indicios de la recesión amatoria hasta que la crisis fue tan evidente que ella tuvo que admitir que su mente y su alma se iban al paro y, por ende, también los de él.

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